El Sol vuelve a salir, y con él un nuevo día ha comenzado. No es un día cualquiera, la ciudad está sitiada y la tensión se puede palpar en el ambiente. Suenan los tambores y los defensores acuden a la muralla para repeler el ataque invasor.
El arquero se aferra fuertemente a su arco de ébano, le da seguridad. Posee poca experiencia en las batallas, pero se siente como uno más. Además, es un tirador nato, lo que le da mucha confianza.
El arquero puede observar la cara de nerviosismo de sus compañeros, pero a él solo le importa una cosa: utilizar su arco lo antes posible. Sin embargo, al llegar a la muralla observa sobrecogido las fuerzas del enemigo: son muchos. Antes de sacar una flecha de su carcaj, mira las enormes torres de asedio que se ciernen sobre la ciudad, junto con los numerosos batallones de infantería. Pero reina un extraño silencio, el precedente a la tormenta. Aún nadie ha movido ficha, hasta que se da la orden de disparar los mortíferos dardos y comienza el griterío. El arquero observa como las flechas surcan el aire hasta impactar en sus enemigo, pero esto no frena su implacable avance.
Tras esto, se ordena disparar a discreción, y ahí es cuando entra en acción nuestro arquero. Usa el arco con una velocidad infernal, pero flecha tras flecha ve como los invasores están a escasos metros de las murallas. Las escalas enemigas están dispuestas, subiendo por ellas innumerables soldados. El arquero observa impasible este maravilloso espectáculo, mientras prosigue disparando sus dardos.
De repente, nota un pequeño pinchazo en el costado, mira y se da cuenta de que ha sido alcanzado por un proyectil enemigo. Poco a poco sus fuerzas se van desvaneciéndose y todo comienza a volverse oscuro...
Chechu P.
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